miércoles, 3 de junio de 2009

PABLO LIZARBE (cuento)

PABLO LIZARBE

I

Allá por los finos paisajes del ancestral villorrio donde aún pululan los espíritus vivos de mis antepasados, como nota genuina de permanencia que matiza la memoria; entre el fresco aroma de los maizales de la temporada y las cosechas agostinas del lugar; nacen historias de personajes que marcaron acciones en la memoria con singular característica como la de don Pablo Lizarbe.

Era un lugareño de prominente nariz aguileña y algo corva; unía sus cejas despobladas de negro pelo, hasta terminar en nivel agudo en la delgada comisura de sus labios. La onda cuenca de sus ojos albergaba sus párpados rugosos cuyas pestañas escasas disimulaban el matiz rojizo de su córnea que avizoraba el arrebato de muchos sueños y sus andadas de noctámbulo. Su entrecana cabellera contorneaba la pálida frente sin arrugas, su tez blanca poblada de escasas barbas era sombreada por un grasiento sombrero de lana descolorido que casi nunca abandonaba su pequeña testa.

Pablo era un personaje vulgo en la zona de mediana talla y macilenta contextura; de día y noche, en el frío y calor, estaba embozado con un poncho negro. Vivía cerca a los altares del gran Uysus, una humilde mujer tenía por compañera.

Todas las mañanas pasaba don Pablo por el sendero guijarroso entonando su preferida canción santiaguera cual muletillo – cerrojoy…, cerrojoy…-- en cualquier época del año. Sus pequeñas parcelas de terreno tenían dos visitas, siembra y cosecha, nunca el resto del trabajo, era de los que solía decir a los chiquillos del lugar; -- Si apuntas con el dedo al arco iris, se te pudre la mano --- y los chiquillos tenían miedo. También solía decir, -- si apuntas con el dedo a la calabaza, esta se pudre —curiosas supersticiones.

Su audacia mal empleada, le permitía ser el contrabandista de alcohol más arriesgado del lugar; era experto en el oficio, pues nadie de la zona se atrevía alquilar acémilas para tal ilícito afán; sin embargo, nuestro personaje no veía imposibles para cometer sus fechorías. Aprovechaba de la complicidad nocturna para robar con sigilo, algunos burros del lugar, mientras los dueños dormían y luego refundirse en las profundidades de las quebradas hacia los destiladeros de caña. Los contrabandos nocturnos le permitían trasladar regulares cantidades de alcohol y llevarlos al depósito del viejo Monge, principal acopiador en el pueblo. Era un hombre robusto de canosa cabellera, sus ojos orientales refulgían una mirada rojiza propia de los desvelos y noches de borrachera sin final, pues vivía en un ambiente de alcohol; sus compoblanos le correspondían con cierto temor por su carácter de bravucón e irreverente, claro, aparte de alcoholes, no sabía otra cosa más. Pero, don Pablo solía zaherirle en más de las veces y al escape le insultaba – Cullcu ñahui machu – Cuando regateaba el precio o no quería asumir una deuda; sin embargo tenía que olvidar, de lo contrario perdería a su mejor proveedor.

Si no amanecían los burros en sus corrales, los vecinos ya sabían quien se los había llevado.

Para don Pablo, la vida seguía en curso sinuoso de aventuras noctámbulas, asechado por su propio temor de verse acorralado en el riesgo de caer abatido en su afán ilícito. Eran testigos los burros ajenos que hurtaba en préstamo, siempre rumiando su canto preferido que acompañaba su soledad en esas rutas agrestes como solo los hay en el corazón de los andes peruanos, en noches lóbregas y otras de luna, igual; conocía como el zorro su camino.

II

Esther era una doncella de la comarca, seguramente de dieciséis abriles, tenía dos trenzas largas de color castaño, las mejillas de color rosa suavemente desvanecido, pintadas por el rubor y casi siempre jugaba en sus labios cariñosos una sonrisa casta que revelaba su inocente felicidad difícil de ocultar. Sus ojos anchos, orlados de pestañas largas, expresaban diáfanas miradas de inocencia pero leales al color de su raza; blanca la tez y de cuello virginal del que pendían para colgarse a través de sus hombros, un pañolón de moza cubriendo en un ángulo parte de sus bustos pronunciados cual volcanes a punto de estallar, hasta acabar en su cintura. Esther usaba faldas hasta la pantorrilla; sus piernas blancas relucían en su andar de ritmo andino.

Era su padre, don Víctor Betalilluz; un hombre rubicundo y bonachón, muy serio y de poco hablar, vivían en una casa grande y antigua rodeado de maizales. En su corralón aledaño ramoneaban algunos caballos rapados de crin y cola, correteaban potros y algunos burros viejos se sometían a la meditación, enralecidos por el carguío y la crueldad de sus arrieros. Don Víctor era chucarero, amansaba las acémilas del valle y las haciendas de la región, muy conocido y recomendado por todos, hombre de respeto y de decisiones firmes. El pastoreo de los ganados que poseía era trabajo de Esther en los terrenos de Aguidawayqo.

III

Un día de esos en que don Víctor andaba ocupado en su oficio de domador, retornó de la hacienda San Lorenzo luego de dos días y solo encontró en casa a su esposa, consternada y sumida en una preocupación profunda, los menores hijos llorando la ausencia de Esther, nadie sabía de su paradero. Turbado, montó la noble bestia, fiel compañera de sus viajes, que con escorzo elegante, partió en un salto al sentir en sus ijares el agudo punzón de las espuelas. Andó preguntando de casa en casa y a quienes se encontraba en el camino; sus ojos precisaban una acerba mirada y su seño fruncido avizoraba una irremediable ira cada vez que vanas eran sus averiguaciones.

No tardó en resolver su infausta motivación; alguien le dijo que: -- Anteayer en la tarde conversaba con Pablo Lizarbe mientras pastaba sus animales – justo coincidía con el día de la desaparición.

El viejo Betalilluz rasgó las sospechas de que realmente, Esther había sido objeto de un rapto, se indignó más aún al resistirse en creer por ese inusual atrevimiento de cómo un vetusto, macilento, endeble y remedo de hombre tan feo había osado en seducir a una niña tan hermosa, no había duda que su inocencia había cegado la razón. La rabia le subía despacio, despacio, y un silencio muy huraño le lastimaba el alma. Adormecido por la ira y el pensamiento viajero, posó sus sentaderas en la cabalgadura y partió con ágil trote por el sendero guijarroso que cubría la cuesta.

El desagravio le hacía pensar con violencia, pues, era de esos hombres serios que infundían respeto y temor, con aires de terrateniente, y quienes osaban faltar su honor, caro pagaban su pecado, hasta con la muerte.

Al llegar a media cuesta, tomó rumbo hacia la izquierda; ruta que lleva a Qasapata y no tardo en llegar a la casa de Pablo; por el mismo patio pasaba el camino. El potro jadeante y trémulo hizo sonar sus cascos herrados en el patio empedrado; sus belfos espumantes, clavado en sus pecho hizo sonar como dos rebuznos.

Una mujercita humilde, salió de la cocina y al ver al temerario visitante tuvo por segundos una sensación escalofriante, pues no sospechaba el motivo de la visita. El viejo jinete con su voz ronca y violenta preguntó: -- ¿Dónde está tu marido? – La campesina innocua sin saber nada de nada, dijo: “que estaba escondido por la leva en los altos de la casa”. (Antes la gendarmería del estado, reclutaba gente para el servicio militar obligatorio, visitando de casa en casa; se iban a caballo por las comunidades y arreaban atados a jóvenes y adultos para encerrarlos en los cuarteles.)

IV

Los altos de la casa de Pablo, tenía un solo acceso, por dentro de la sala se colocaba una escalera y se entraba por una abertura, allí solía guardarse las cosechas del año, muchas veces de escondite servía. Llevado por su astucia había jalado la escalera para que su mujer no subiera, y solo tiraba de una soga para alzar la comida.

El viejo Betalilluz al saber del escondite, sin apearse empujó la antigua y pesada puerta de aliso, los goznes y ejes enmohecidos rechinaron, acarició las crines y el cuello aterciopelado; y el noble bruto con las orejas tendidas entró en la sala con jinete y todo. Éste se puso de pie sobre la cabalgadura y metió cuerpo por la abertura y sus sospechas se confirmaron; Pablo tenía escondida a Esther en esa pocilga.

La furia incontenible se desató para ensañarse con el atrevido cholo; le prendió por los pelos y lo aventó al primer piso, una vez abajó le cortó la piel a fuetazos con el zurriago del caballo hasta hacerlo sangrar. Pablo gritaba mil perdones, pero la ira ensordeció la razón y siguió arrancándole la piel a chicotazos. La crueldad se apoderó del viejo Betalilluz, sus ojos se desorbitaban como de un toro iracundo – Amaña – se desesperaba la mujercita. No obstante, descalzó sus pies y atándolo con una cuerda las manos juntas lo arrastró con el caballo cuesta abajo por el sinuoso y pedregoso camino hasta la pampa ante el estupor de los vecinos; semimuerto y sangrante soltó la soga; lo envolvió de una mirada sórdida, lanzó un escupitajo, se dio la vuelta, y se marchó en su caballo de ancas relucientes por el camino polvoriento.

Fue santo el remedio; Pablo no volvió a sus andadas, mucho demoró en recuperarse, de alguna forma quedó tullido, y se aferró a la vida a lado de su humilde mujer, que supo perdonar…

Esther, para nublar la deshonra y la vergüenza ante los compoblanos, fue enviada a la capital y olvidó su terruño.


De: Cuentos Andinos y Poesìas
Autor: Miguel Angel Alarcón León
Edición: Setiembre 2008

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