viernes, 21 de octubre de 2011

UNA FORTUNA (cuento)


Nuevamente tenemos el honor de publicar un nuevo cuento del escritor tayacajino Miguel Alarcón León para deleite de nuestros multiples lectores del mundo entero, cuyas publicaciones anteriores han tenido una buena acogida y multiples comentarios de la crítica especializada.

UNA FORTUNA
En la margen izquierda del sinuoso cauce del Opamayo, que serpenteante va y viene haciendo curvas caprichosas a lo largo del vergelero valle pampino, y se cierra en la caprichosa quebradilla de La Colpa; se guarda celosamente innumerables misterios de antepasados, con vestigios y sin ellos. Para ser más preciso, me refiero al espacio frente a la antigua escuelita de Pampablanca; entre montículos de tierra arcillosa, hierbas y pastos del lugar, se esconden aún vigentes, los rasgos casi intactos del antiguo mata molino de la otrora hacienda Aqotupi, hoy anexo de Santa María.

Aqotupi, una hacienda próspera, pertenecía a la familia Zuñiga, se extendía desde las orillas de Opamayo, hasta las cumbres de Antamina, fértiles tierras de abundante cosecha en granos para ser almacenados en trojes y tubérculos que los guardaban en pucullos. El molino era muy utilizado para la hacienda y los agricultores aledaños.

Cuando se visita por el camino de herradura desde Rumichaca, por Atahuara, Huillto, Kichcapucro, Santa María, hasta Huallhuayocc, se disfruta de hermosas campiñas; senderos bordeado de arbustos, guindales y plantas del lugar, entre ellos también aparece todavía la antigua capillita ruinosa de Aqotupi debajo del camino; hasta la misma casa hacienda aún resistiéndose al tiempo. En esa capillita celebraba misas jocosas de matrimonios y bautismos para los serviles de la hacienda y los indios de la zona; el cura apellidado Negrón, por cada visita el hacendado le daba de wallqa un toro y carneros; el curita volvía a su parroquia como ganadero wanca.

Los años pasaron sobre la hacienda, vinieron consigo las reformas y los hacendados vendieron sus propiedades, fueron distribuidos entre los trabajadores; se olvidó el molino, pues la tecnología también lo sepultó, aún existen vestigios de los dos arcos hechos de piedra y barro, finamente diseñados, que el tiempo aún no ha podido borrar.

Pasaron muchos años; una fresca mañana de setiembre, cuando los primeros rayos del sol calentaban sutilmente el crisol del rocío, una niña que estudiaba en la escuelita se adelantaba a cumplir su labor escolar, sorpresivamente vio dos conejitos blancos como la nieve; comían muy a gusto los pastos frescos del lugar cerca a los huecos del antiguo molino. Se agazapó animadamente y luego de admirarlos, se animó acercarse a tientas para atraparlos, pero los animalillos al notar la presencia de la intrusa cada uno corrió a un hueco; sin embargo la niña hizo un esfuerzo y finalmente los atrapó en la entrada de los huecos. De inmediato vació sus cuadernos de la bolsa de tela, metió a los conejitos y luego de atarlos, los escondió en el mismo hueco tapándolo con hierbas para llevárselos al salir de la escuela.

La niña estaba muy contenta, toda la mañana, no hacía más que pensar en los conejitos, las clases de la maestra tomaron su propio rumbo y no atraparon su atención, estaba extraña. En el recreo contó a algunas amiguitas sobre el hallazgo, no veía llegar la hora de la salida, se hacían eternos los minutos, hasta que por fin, sonó el silbato de salida y más apurada que nunca, cortó camino y acompañada de dos amiguitas, cruzaron el río y llegaron al antiguo molino.

Seguía la bolsa en su lugar, muy emocionada y mostrando orgullo ante sus compañeritas, desató la bolsa y… grande fue su sorpresa; ante el estupor de sus amiguitas y ella, vacío de la bolsa dos enormes sapos amarillentos de granulada espalda y dando sus brincos, cada uno se metió en un hueco. Esta escena los dejó atónitas, sin habla, mudas ante el asombro infantil; la desilusión caló hondo en la niña.

Alelada partió rumbo a su casa, parecía no sentir las pisadas ni la rudeza del camino, le asaltó la tristeza y se le esfumó todo el ánimo. Llegó a su casa como en sueños, no quiso comer y sintió estallarle la cabeza de dolor. La noche fue más cruel, no alcanzó a dormir y se sumió en una fiebre delirante e inusual. Los padres inmutados, no comprendían la causa del mal, pues la niña guardó como secreto lo sucedido.

Desde entonces ya no fue a la escuela, los curanderos no dieron con el mal, hicieron pagos y llamadas, hasta jobeos y huywachas, extrañamente no encontraron el mal. Los siguientes días permaneció postrada en la cama, hasta que una mañana que siguió a una larga noche de convulsiones, la niña amaneció muerta en un lecho de sangre, producto de una hemorragia vaginal; todo fue extraño.

Contaban los lugareños que, en las noches los labriegos que regaban sus chacras, veían en el viejo molino, arder titilantes candelitas azulejas y fosforescentes. Aprovecharon una noche de luna los caza fortunas y fueron a excavar el molino, llevando consigo kerosene, coca, trago, y otros menjunjes; al abrir, encontraron dos hermosas barretas de oro y gracias a ello han salido de la pobreza…

Autor: Miguel Angel Alarcón León
Fuente: “Los tinterillos” y otros cuentos andinos
Editado en Febrero del 2011

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