domingo, 22 de diciembre de 2019

NAVIDAD EN TAYACAJA




NAVIDAD Y OTRAS FIESTAS  en provincias de Huancavelica


La primera parte del libro [de Sergio Quijada: "Estampas Huancavelicanas"] ofrece una reseña de las fiestas patronales de los pueblos de Huancavelica: las del Niño Callaocarpiño, del Niño Oqe, del Niño Perdido, de la Navidad, de San Sebastián, de la Semana Santa y de las cruces, celebradas en la misma capital; y del Señor de Acoria, Virgen de Lircay, Virgen de lzcuchaca, señor de Jechjamarca, etc.

 Lo que más llama la atención de estas descripciones es que se trata de cultos instituidos por los españoles, muchos de los cuales fueron reelaborados, adaptados, reinterpretados y refundidos por el pueblo andino; y, otras veces, simplemente yuxtapuestos.

El origen de estos cultos lo explica el pueblo mediante leyendas que difieren unas de otras. Según estas versiones, las fiestas, habrían sido promovidas no solamente por los sacerdotes sino también por los dueños de las minas, como el caso del Niño CaIlaocarpiño, junto con su negrito Jacobo Illanes o Puca uchucha, hizo que el cerro de Santa Bárbara y sus adyacentes brindasen las ingentes riquezas mineras que guardan en sus entrañas.  San Roque, el patrón de Castrovirreyna, está igualmente relacionado con la minería; según la leyenda, es dueño de una rica mina de oro

Algunas ceremonias como la adoración de los Reyes Magos o la del Niño Oqe, conservan todavía el antiguo libreto de su dramatización (que, muy bien, pudiera ser una reproducción de las Natividades de Juan de Encina o Gil Vicente), reescrito, claro está, una y otra vez, por los fieles. Lo mismo puede decirse de los villancicos, reinvenciones populares, desde su origen en la Europa medieval.

Entre este abundante material sobre fiestas religiosas, el interesado podrá encontrar, de paso, elementos para explicar la historia de la región. La adoración del Niño Perdido, por ejemplo, es una representación simbólica del problema racial y social del negro.

Cuenta la tradición que este niño se habría desprendido de los brazos de la Virgen para dirigirse a una hacienda donde trabajaban esclavos de origen africano. La fiesta es, por eso, una exaltación étnica del negro, sobre todo, de sus bailes y canciones.

La festividad de San Sebastián, la más celebrada en Huancavelica, no es más que la secular escenificación de la batalla de moros y cristianos, que se practica todavía en muchas lugares de México y Centroamérica. En esta danza los actores terminan, a veces, en una feroz pelea.

La fase más importante de todas estas celebraciones es, desde luego, la corrida de toros, que da lugar a una serie de ritos que duran dos y tres días (la recepción de los toros, el velakuy, el arreglo de las enjalmas y la corrida misma).

En algunos pueblos, como Caja Espíritu (Prov. de Acobamba), la epifanía de la Navidad está fuertemente penetrada por el espíritu nativo. Las competencias entre los conjuntos de bailarinas -el pascuachkuson, por ejemplo- no son sino una versión del atipanakuy prehispánico. En estas fiestas, además, es frecuente escuchar qaylliq, en vez de villancicos.

También aquí tiene una presencia relevante el negro que, por intermedio del conjunto de "los negritos" simula llegar de la costa, con su cargamento de vino y pisco. Su intervención destaca igualmente en la fiesta de Navidad de Acobamba. Un grupo de danzantes se disfraza de negro y actúa en forma jocosa y cómica. Lo que hace suponer que esta costumbre fue promovida por los comerciantes que ejercían el arrieraje entre la costa y la sierra o por las esclavos llevados a las minas.

La fiesta es una reconstrucción histórica y social de las formas de trabajo, practicadas en la época colonial, donde están presentes "Los caporales" (que obviamente, personifican a los administradores del mismo nombre), "los chutos" (o sea, los campesinos) y los "negritos": Los mayordomos son, por cierto, los propietarios de las haciendas y de las minas.

La fiesta de las cruces es, evidentemente, de origen hispánico y católico. Sin embargo, en ella también puede verse la modificación que sufre la cultura dominante en contacto con la cultura subalterna. Los organizadores del culto (que, por lo general, son las familias más pudientes de la localidad) toman esta celebración como diversión y medio de obtener recursos económicos; en tanto que la masa campesina la asume con una veneración y "una abultada credulidad", según dice el autor, "con la seguridad de que ella representa el santo custodio de las buenas cosechas, la que calma las iras de las agentes de la naturaleza, la que defiende la salud y en la que el arriero deposita su confianza para que durante el viaje no tenga percances ni sea dura la fatiga; para que no le parta el rayo o no sea obstaculizado por los malos espíritus".

Este culto tiene un enorme arraigo en los países andinos, según lo registra el libro La cruz en América de Adán Quiroga. Respecto a esta misma devoción, Josafat Roel Pineda ha dejado valiosas transcripciones musicales de filiación netamente indígena. Hay un caso muy singular en que el mismo culto es practicado en dos fechas diferentes y por grupos sociales opuestas.

Es la fiesta de la Virgen Purísima que se celebra en Pampas. La misma imagen es venerada por los indios en diciembre y en enero por los notables. En aquella prevalecen los ritos andinos. En ésta, se reproduce la tradición hispánica feudal. Carvallo-Neto habría podido encontrar aquí un rico material para su estudio sobre las relaciones de castas y clases sociales en el folklore.

El carnaval es otra de las grandes fiestas que se celebran en la sierra y que ha arraigado profundamente en el mundo andino. Hasta ahora, nadie ha estudiado la forma cómo esta antiquísima costumbre (de origen románico y pre-románico), introducida por las españoles durante la colonia, logró fundirse con las fiestas nativas. En muchos lugares del país, el carnaval está totalmente indigenizado, según puede verse en los estudios de Víctor Navarro del Águila, Chalena Vásquez y Abilio Vergara, dedicados al carnaval andahuaylino y ayacuchano, respectivamente. Quijada Jara se ocupa de esta fiesta en varias estampas.

Manuel Baquerizo: Sergio Quijada Jara y la cultura popular andina.

domingo, 1 de diciembre de 2019

EL AMOR EN LA MELODÍA DEL LONQOR




Leopoldo Pacheco Orellana, poeta nacido en el valle de Pampas, nos ofrece esta publicación de su cuento "El Amor en la melodía del Lonqor" ambientado en época de la Fiesta del Santiago en la provincia de Tayacaja.

En junio llega la época de las heladas, quemando casi todos los pastizales del inmenso valle y de los cerros, el trébol, que verde y fresco crecía en los surcos de los maizales, y la grama de sus bordes, son desolados por el frío quemante de las noches. 

En los cerros, las salvias que pintaban de azul la alegría de las lomas y toda la yerba que en las tardes ondeaba su fresco aroma con el viento, se reducen a palitos secos con algún verdor en la base, solo resisten en el llano, aún con algunas ramas laceradas. Los enormes eucaliptos, guindos y algunos arbustos como el mutuy, el tankar y el maguey de hojas anchas y espinosas cercan los caminos, y en los labrantíos solamente queda el rastrojo de las plantas de maíz.

Los pobladores, en su mayoría agricultores y pequeños ganaderos, almacenan el forraje del maíz o cebada para alimentar al escaso ganado vacuno y ovino que tienen. Los tendales de maíz se secan al sol y sus colores diversos alegran el patio de las casas, en los balconcitos artesanales y en los dinteles bajo el tejado se ven colgadas las huayuncas, mazorcas de choclo amarradas por la panca, que secarán pronto para ser tostadas, convirtiéndose en las primeras canchas del año.

En esa época escasea el agua del río, entonces los pobladores se reúnen en la toma del agua para hacer la faena de limpieza de las acequias y el reparto de papeletas de riego en turnos de día y de noche. Hay que regar esos sedientos terrenos para ararlos con bueyes, preparar el terreno y esperar el momento de las eventuales lluvias para la siembra.

En esa época, precisamente el día 25 de junio empieza la fiesta del Santiago. En las humildes viviendas campesinas, en las noches de luna, en esas casitas de pardos tejados, se pueden ver a la luz de las velas en su salita a dos o tres vecinos chacchando hojas de coca, tomando algún licor y orando a Tayta Exaltación, el Cristo Crucificado. 

También guardando reverencia a la illa, un animal finamente esculpido en piedra, heredado de generación en generación, considerado el espíritu de los animales y protegido por el Tayta Wamani, el gran espíritu de los cerros. Para esa ocasión ambos están en un altarcito, adornados con florecillas del campo o recogidas de sus jardines y como ofrenda velitas encendidas. Así empezaba la fiesta ancestral del marcado del ganado cuyo día central es el día 25 de julio, ese día era, en ese entonces, seguramente el más feliz del año para nosotros los pobladores del barrio de Allpahuasi y todos los poblados aledaños. 

Esa felicidad tenía una melodía que en el día se escuchaba esporádicamente envolviendo la soledad de los campos, a veces no sabía si realmente alegraba o entristecía,  porque en las noches, esa música llegaba como hiriendo la oscuridad, haciendo sangrar alguna llaga en lo más profundo del alma. Esa melodía como el llanto de los cerros salía del lonqor, y yo no entendía cómo de una simple caña tan larga, podría salir tanto dolor, pero que en otros momentos, cuando las familias del barrio cantaban y bailaban, producía una gran algarabía.

El intenso frío de las mañanas de esa época del año, no era impedimento para ir a la escuela. Un gran grupo del barrio íbamos caminando tres kilómetros a la escuela 521 de Pampas. Una tarde, regresando de la escuela por esos caminitos cercados de maguey en cuyas anchas hojas dejaban mensajes de amor los enamorados, me encontré con mi amigo Fortunato, a quien conocíamos como Fortucha

Él, como algunos jóvenes del barrio, a veces trabajaba ayudando en labores agrícolas a mis padres; era el mayor del grupo de amigos y había regresado de la selva a donde lo habían llevado, “enganchado”; así le llamaban a la forma como llevaban peones, jóvenes o niños a trabajar en la selva central. Los llevaban en camiones, les ofrecían las mejores comidas en los restaurantes de las carreteras y hasta podían comprarles ropa nueva; pero cuando llegaban a su destino, les sacaban la cuenta de todos los  gastos, por lo que el pago por el trabajo que realizaban solo alcanzaba para pagar las atenciones del viaje y la comida paupérrima que le daban a diario.

En la mayoría de los casos como en el de Fortucha, viendo la rudeza del trabajo y las inclemencias del clima, con el pasar del tiempo llegaban a conocer los caminos de retorno y escapaban, caminando hasta días enteros para llegar a la carretera y tomar un bus de retorno. En las tardes, cuando nos reuníamos a jugar fútbol, Fortucha nos contaba historias fabulosas de su estadía en la selva central, sobre inmensos y torrentosos ríos, los animales salvajes y hermosas nativas de la etnia Campa que había conocido. Esa tarde, el Fortucha, que regresaba de sus labores agrícolas, me dijo con inusual entusiasmo:

-          Oy Polucha, mi cuñadita quiere contigo carajo.
-          ¿Cuál cuñadita? Le pregunté algo sorprendido.
-          Te acuerdas de la Irmacha, cuando estudiábamos en la escuela de Qarwaturko, de ella pe’ su hermanita.
-          ¿Y cómo sabes? Le pregunté intrigado.
-          Pa’ qué te voy mentir, la Susanacha, ella misma me ha dicho, la verdad no me ha dicho de frente, pero ha preguntado por ti, tu sabes que las chicas nunca preguntan así no má.
-          Pero yo no me hablo mucho con ella. Le dije como queriendo desentenderme.
-          Mira, estamos organizando un grupo para salir al pasiacuy de la fiesta del Santiago, Daniel va tocar su lonqor, la verdad es que a la Irmacha no le dejan salir sola, tiene que llevar a su hermanita.
-          Ah eso era, pero tampoco puedo negar esa chica es muy linda. Le dije.
-          Claro pe’, tu carajo joven ya y sigues jugando como los niñitos ya tendrás siquiera 15 años.
-          No le dije, tengo 12, pero esa niña es hermosa. Reconocí con un suspiro.
-          La verdá yo estoy enamorao de la Irmacha, pero te voy consejar, a las chicas les gustan muchachos que trabajen en la chacra con los piones, que laceen toros y los amansen para bueyes de arado. Además, los sábados y domingos la Irmacha y la Susancha pasan cerca de tu casa llevando a pastear sus vacas a su chacra, que te vean trabajando con los piones, para que vean que ya estás bueno para la Susana.

Esa noche casi no pude dormir pensando en la Susana, ella ya tendría unos 13 años de edad, era muy bonita, habíamos estudiado en la escuela de Qarwaturko hacía algunos años. Recordé que una vez en esa escuela, mi compañero de estudios, a quien le apodaban Kullu puku; le decían así porque en esa época todavía se utilizaban tazas de madera que en quechua les llamaban kullu puku, y a mi compañero lo consideraban así de rústico, fuerte y rudo, por eso le habían  puesto ese apelativo; él era algo mayor que yo.

Una mañana sin ningún motivo, cuando estaba por sentarme en mi carpeta, seguramente para presumir de su fortaleza con las chicas, Kullu puku me empujó queriendo pelear y me dijo “Chócala para la salida”, justamente las chicas de mi aula, entre ellas la Susana, estaban viéndome y no pude evitarlo, le choqué para la salida. Esa mañana ya no entendía nada de las clases, estaba pensando en la salida, cómo escapar o que haya aunque sea un terremoto, para que se olviden, no quería que llegue la hora de la salida, pero había que enfrentarlo.

Seguramente viéndome ansioso, se acercó a mi carpeta la profesora Delia, con cariño maternal me tomó de los brazos, con sus manos blancas y pecosas, y me dijo:
-          Algo te pasa, cuéntame.
-          Nada señorita, no me pasa nada. Le contesté, tratando de disimular mi preocupación.

Cuando salimos, nos dejaron avanzar como una cuadra, en un espacio cerca de las chacras, mis compañeros hicieron un ruedo, allí me defendí a puñetazos, pero sentí un golpe en la nariz hasta hacerme sangrar. Saltaron mis compañeros y nos separaron, varias chicas, entre ellas la Susana, me limpiaron la sangre y me consolaron, pero luego se fueron en grupo con el Kullu puku, dejándome solo. 

Yo tomé otro camino y me fui con la tristeza de la tarde, me lave la cara en la acequia cerca a mi casa, para que no sospechen que había llorado; pero a pesar de haber perdido esa pelea, a partir de ese día mis compañeros empezaron a respetarme más, porque cualquiera no se enfrentaba al Kullu puku. Desde esa época la Susana para mí era como una estrella tan hermosa pero lejana.

El día sábado, mi mamá se quejaba que había pocos peones para roturar el terreno de cerca del río que ya estaba regado, eso fue precisamente lo que yo esperaba.

-          Mamá yo puedo ayudar a los peones a desterronar, es el trabajo más fácil. Le dije.

Además, entre las herramientas teníamos un kurpa waqtaku, que era una herramienta que tenía una base de madera gruesa y un mango delgado, se utilizaba para desintegrar los terrones que dejaban el arado de bueyes y era bastante liviano.

Esperé tanto el día domingo para ver pasar a la Susanita y que ella me vea trabajando con los peones como un varón fuerte. Llegado el día, los peones llegaron temprano, el arador cargado de pasto verde para alimentar a los bueyes, les amarró el yugo y enganchó el arado. Mientras los peones estaban chacchando sus hojas de coca, en la cabecera de la chacra, a la sombra de los guindos con los pantalones y las mangas de las camisas remangadas, estaba el Wisto Félix.

Él, quitando la nervadura de una hoja de coca entre los dientes cuyas comisuras estaban teñidas de verde y negro, y viendo que yo no masticaba coca, comentó, moviendo la cabeza:

-          Este todavía está muy chiuchi, manaraqmi (todavía no). Todos sonrieron, pero yo me creía un peón más, y mi mayor ambición era que la Irmacha y la Susancha me vean trabajando cuando pasen con su ganado.

Don Fermín que había trabajado en labores agrícolas durante años para mis padres a manera de consuelo dijo:

-          Yo carajo mey enganchao para yer a la montaña a los doce años, junto con peones mayores, acaso me han ganao?

Yo seguía esperando que pasen las chicas especialmente la Susanita que no me había dejado dormir casi toda la noche. Cuando empezó el trabajo, el arado de bueyes dejaba la huella del surco y los cuatro peones teníamos una línea imaginaria que respetábamos para desterronar con nuestros kurpa waqtakos. Al principio yo avanzaba el trabajo de igual a igual con los peones, pero poco a poco me estaba retrasando y los trabajadores sin piedad estaban dejando mi parte, mis manos ardían  y dolían pero no pasaban las chicas que esperaba. 

Como a las diez y media de la mañana, los peones guiados por el sol, pararon de trabajar para descansar el miskipa aku, así era llamado el primer descanso del día. Para mí fue un alivio porque mis manos me dolían demasiado, cuando  vi la palma de mis manos tenía tres ampollas en cada palma, en ese corto descanso quise dar solución a esas ampollas, cogí espinos de anku kichka y reventé con cuidado las ampollas, creyendo que retirando la aguadija  me calmaría el dolor, pero fue peor, mis manos se enfriaron con el descanso, y el dolor no me permitía  tomar el mango de la herramienta. Allí nomás mi madre me salvó, me llamó y me dijo que la pastora de los animales no había llegado y que tenía mi fiambre listo para llevarlos a pastar a los cerros; justo cuando me iba derrotado, aparecieron la Irmacha y la Susanacha, siguiendo sus vacas, ya ni les miré de vergüenza.

Tomé un palo grande y me fui siguiendo a los animales por el camino sobre el cementerio, a esos pequeños pastizales que se habían salvado de las heladas por estar protegidas por los alisos, que crecían en los bordes de la acequia que bajaba del cerro. Mientras los animales buscaban el poco pasto que había, yo corría con mi honda de jebe tras las palomas, o a veces de las perdices que aparecían en las lomas.

Así llevando siempre el ganado a los cerros me enamoré de esos campos, de esas colinas, de sus caminos, de la lejanía y de la soledad. A veces en esos cerros, cantaba con todas mis fuerzas sin ninguna vergüenza porque nadie me oía, gritaba buscando ecos; pero también, en las tardes me llegaba la nostalgia al ver de lejos el inmenso valle con su serpenteante río Opamayo, como presintiendo que algún día me alejaría para irme a otros pueblos, a veces sin motivo me salía lágrimas cuando el sol se moría triste en la tarde ensombreciendo los cerros y el cementerio con su melancolía solitaria.

Serían las seis de la tarde del día pactado para el pasiakuy, cuando escuché el silbido característico de mi amigo Fortucha, salí corriendo, algo avergonzado por no haber logrado que las chicas me vieran trabajando junto con los peones, pero felizmente no tocó nada de ese tema. Impetuoso me dijo:

-          Nos vemos a las siete de la noche en la puerta de su tienda de tía Úrsula, allí será reunión.
-          Voy a pedirle permiso a mis papás para salir, claro yo salgo a jugar y conversar con los muchachos en las noches, pero cerca de la casa para que cuando me llamen regrese; pero ahora será diferente, saldremos a lugares alejados. Le dije preocupado.
-          No se seas sonso, para salir en la noche no le digas nada a nadies, ándate a adormir y cuando están descuidados sales nomá.

Salí de mi casa despacio y con mucho miedo, más que por mis padres, por los caminos oscuros que tenía que pasar. Incluso pasaría solo, en esa oscura noche, esos lugares donde hacen descansar a los cadáveres cuando los llevan a enterrar al cementerio, pero la emoción de ver a la Susana, me hizo increíblemente fuerte, no tuve nada de miedo al momento de pasar esas zonas donde a veces decían que las almas penaban.

Cuando llegué a la plazoleta, la luz de la lámpara de la tienda de mi tía Úrsula alumbraba a un grupo de amigos del barrio. El vecino Daniel ya estaba con su lonqor, ese instrumento que en las noches sonaba como el lamento de los espíritus de los cerros, como si estuviera hecho de los huesos gigantes de los gentiles que estaban enterrados bajo las inmensas rocas en los cerros. El músico estaba emponchado, con sombrero y chalina, como la mayoría de los muchachos. Algunas chicas conversaban en un grupo aparte, todas llevaban sus tinyas, esos tamborcitos dolorosos que acompañan las canciones. Los varones pidieron colaboración para comprar licor de caña con gaseosa, cigarros y algo de hoja de coca.

Yo estaba algo alejado, pero cuando llegó mi amigo Fortucha, me dijo:

-          Qué haces paraú ay, entra al grupo, tienes que impresionar a la Susanacha, si por siancaso nos encontramos en los caminos con algún grupo ajeno que quiere sobrepasarse con nuestras chicas, tenemos que defenderlas a puño limpio, cuando vienen a joder los muchachos de la ciudad es fácil porque esos no tienen fuerzas, no alcanzan ni para un ñeque, pero en otros barrios si hay personas recias a los que tenemos que enfrentar.

-          Vamos carajo. Le dije, haciéndome el valiente.

La pandilla partió por esos caminos solitarios en la noche, bajo la tenue luz de la luna, adelante Daniel tocando el lonqor, atrás las chicas con sus tinyas, cantando; más atrás los varones en columna de dos. Conforme se iba tomando el licor de caña, las canciones iban sonando más alto y las mujeres que estaban adelante se iban emparejando con los varones, mi amigo Fortucha tomó a la Irmacha y puso a mi lado a Susanacha.

Cuando la tomé de la mano, la noche era más hermosa, las canciones tenían sentido, la música del lonqor, me envolvía el corazón, hasta podía pasar ese licor amargo con más facilidad. Qué hermoso era cantar Santiagos con ella, esos caminos cercados de guindos y maguey, se iluminaban de alegría en esa noche de jolgorio. “He llegado o no he llegado a la casa que he deseado, o me estaré confundiendo con el polvo del camino…”, “Alfalfita verde flor moradita a ti te persiguen lindas mariposas, a mí me persigue solo la desgracia…” “Casi, casi yo me he casado en esta cuadra de los casados, imallapaqraq kasarakuyman kay runa hina waqallanaypaq...”. Y la tinya de la Susanacha, de mi Susanita, sonaba en mi corazón, mi corazón ya era una tinya que cantaba con cada mirada de mi amada; embriagado de su belleza más que del cañazo le dije que la amaba, ella me miró y me dijo:

-          Todavía no pienso en tener enamorado, más adelante quizá, debemos conocernos más.

Pero cada vez que en la oscuridad el camino pedregoso nos tastabillaba, sentía que ella con confianza se tomaba de mis brazos y eso era suficiente muestra de que luego podíamos llegar a ser enamorados.

En el camino algunas parejas salían del grupo y luego retornaban, ya eran enamorados y eran mayores. Cuando regresamos pasada la media noche, a la plazuela donde iniciamos el pasiakuy, nos despedimos con alegría y una confianza inusitada, luego Fortucha y yo, llevamos de regreso a las muchachas a su casa. Algunos tramos yo llevaba de la mano a la Susanita, con un aire de triunfo, hasta que la dejamos en la puerta de su casa.

Esos días no dejaba de pensar en la Susana, tenía encendido de ilusión el corazón. Una tarde me armé de valor y la esperé cuando regresaba de su escuela, intentando aparentar que el encuentro fuera casual. Pero antes que yo me acerque, ella me llamó:

-          Hola Polito, te he estado buscando, el día 25 en la mañana vamos hacer la fiesta del Santiago en mi casa, dile al Fotunato para que vayan.

 Me dijo con toda naturalidad, mientras que yo lleno de nervios atiné a decirle:
-          Gracias -pero aproveché también para preguntarle si podía salir antes para conversar.
-          No puedo mis papás no me dejan, sospechan que estoy enamorada.
-          De quién. Le dije
-          En la fiesta te cuento. Me dijo y se fue.

Esa tarde mi corazón se quería salir de mi pecho, llegué corriendo a la casa de mi amigo Fortucha.

-          Tenemos que ir a la fiesta del Santiago de la Susana -le dije como rogándole.
-          Si, ya sé -me dijo- vamos a ratar a su toro más fuerte, allí vas a demostrar que eres valiente.
-          Yo por la Susanacha soy capaz de ratar a un elefante. Le dije bromeando.

El día de la fiesta nos sentamos sobre unos troncos en el patio de la casa, allí la Irma trajo un plato de cuy chacktado, para mi amigo Fortucha y luego apareció la Susana con otro plato similar para mí y me entregó con una sonrisa pícara. Después de la comida sirvieron upito de chicha con achita, luego pasamos al corral donde empezó la ceremonia del Santiago. Los caporales con mantas multicolores a la espalda armaron la “mesa” que era una manta extendida en el suelo, en ella unos corrales con ichu y las hojas de coca en cada espacio, para que los asistentes escojan las mejores hojas que representaban el ganado. 

Un vecino disfrazado de párroco, fomentaba risas con sus rezos distorsionados, a quien luego de haber “bendecido” la fiesta lo llevaron a la “cárcel” por sus pecados. Tenían que sacarlo los “abogados”, sustentando sus alegatos en hojas de eucalipto; al aceptársele el recurso, le dieron  libertad, exigiéndosele que tome una buena copa de cañazo. Luego sucedió lo que esperábamos, autorizaron que se tomen de los cuernos al ganado para ponerles la cintas en las orejas.

-          Ya pueden ratar a las vacas y toros.

Los muchachos salieron en tropel a coger a las vacas y toros de los cuernos. Fortucha corrió detrás del toro que habíamos escogido, lo tomó de la cola, el toro saltó la cerca y con él Fortucha. Ya en el rastrojo de maíz, logró llegar corriendo al lomo del toro y luego a sus cuernos, yo que corría atrás llegué al otro lado del cuerno. Entre los dos lo controlamos, el toro por momentos corría para zafarse de nosotros, nos llevaba en el aire pero al tocar suelo lo frenábamos en los surcos con los pies, hasta llegar a una pared. Nunca he sentido tanta emoción como cuando rataba a los toros, sentir que se puede dominar a un animal tan fuerte.

Luego llevamos al toro hasta el corral, allí, mientras le ponían cintas en las orejas a los otros animales, nos invitaban cada cierto tiempo, casi obligándonos a tomar alcohol de caña, después se nos acercó la Susana y con una delicadeza casi acariciándome me embadurnó  harina de maíz molido en todo el rostro y se fue a seguir cantando.

Cuando llegó el turno de ponerle las cintas en la oreja al toro que estábamos ratando, las cantantes se acercaron alrededor, la voz de mi amada Susana era distinta, delicada como de esas torcazas que posaban en las altas ramas secas de los eucaliptos. Nosotros  teníamos tomado del cuerno al toro, pero con una mano tapándole el ojo, para controlarlo mejor, cuidándonos que no levante la cabeza que podría lastimarnos, pero el licor de caña y las canciones me embriagaron, más aun viendo a mi amada Susanacha bailar y cantar. La música del lonqor y la tinya envolvía toda la alegría del campo, y la sonrisa de mi Susana iluminaba todo el regocijo de mi corazón enamorado, me sentía en las nubes, como un personaje valiente que podía dominar las fuerzas de un gran animal.

Al término del marcado del ganado, como premio, nos dieron unas huallqas consistentes en frutas y quesos secos con rosquillas, lo cual lo comimos para que nos pase un poco el efecto del licor, caminamos abrazados con mi amigo Fortucha, orgullosos, con aires de triunfo por haber ratado el toro más brioso.

Terminada la fiesta, nos fuimos bailando y cantando a la ceremonia del cerrojo, nos buscamos con la Susanacha, sus tibias manos se enredaron a las mías, y así tomados de la mano fuimos detrás de los caporales y de las personas mayores que llevaban en una manta la “mesa” de la fiesta a un cuarto oscuro. Allí cantamos “Hasta huknin wata kunan hina kama, cerrujuy, cerrujuy…”

Mientras la tinya y el lonqor llenaban de música la habitación oscura, los labios de Susana y los míos se juntaron, en esos besos que no se olvidan nunca. Mi corazón como una lámpara encendida de amor iluminaba todo el amor que sentía por mi adorada Susanita. Así empezó ese sentimiento puro que hasta ahora lo guardo como en una urna en mi alma y cada vez que oigo la melodía del lonqor, su recuerdo es una herida, un río sin consuelo que me atormenta.  Ahora que estoy lejos, la melodía del lonqor seguirá hiriendo las noches de mi pueblo, pero no tendrá quien lo derrame en su alma, como yo, suspirando por el amor de una pampina.

Autor: Leopoldo Pacheco Orellana
Publicación del Blog Saposaqta
Fotografía: Claudia Ugarte