Leopoldo Pacheco Orellana, poeta nacido en el valle de Pampas, nos ofrece esta publicación de su cuento "El Amor en la melodía del Lonqor" ambientado en época de la Fiesta del Santiago en la provincia de Tayacaja.
En junio llega la época de las heladas, quemando casi todos los
pastizales del inmenso valle y de los cerros, el trébol, que verde y fresco
crecía en los surcos de los maizales, y la grama de sus bordes, son desolados
por el frío quemante de las noches.
En los cerros, las salvias que pintaban de
azul la alegría de las lomas y toda la yerba que en las tardes ondeaba su
fresco aroma con el viento, se reducen a palitos secos con algún verdor en la
base, solo resisten en el llano, aún con algunas ramas laceradas. Los enormes
eucaliptos, guindos y algunos arbustos como el mutuy, el tankar y el maguey de
hojas anchas y espinosas cercan los caminos, y en los labrantíos solamente
queda el rastrojo de las plantas de maíz.
Los pobladores, en su mayoría agricultores y pequeños ganaderos,
almacenan el forraje del maíz o cebada para alimentar al escaso ganado vacuno y
ovino que tienen. Los tendales de maíz se secan al sol y sus colores diversos
alegran el patio de las casas, en los balconcitos artesanales y en los dinteles
bajo el tejado se ven colgadas las huayuncas,
mazorcas de choclo amarradas por la panca, que secarán pronto para ser tostadas,
convirtiéndose en las primeras canchas
del año.
En esa época escasea el agua del río, entonces los pobladores se reúnen
en la toma del agua para hacer la faena de limpieza de las acequias y el
reparto de papeletas de riego en turnos de día y de noche. Hay que regar esos
sedientos terrenos para ararlos con bueyes, preparar el terreno y esperar el
momento de las eventuales lluvias para la siembra.
En esa época, precisamente el día 25 de junio empieza la fiesta del
Santiago. En las humildes viviendas campesinas, en las noches de luna, en esas
casitas de pardos tejados, se pueden ver a la luz de las velas en su salita a
dos o tres vecinos chacchando hojas de coca, tomando algún licor y orando a Tayta Exaltación, el Cristo Crucificado.
También guardando reverencia a la illa, un animal finamente esculpido en piedra,
heredado de generación en generación, considerado el espíritu de los animales y
protegido por el Tayta Wamani, el gran
espíritu de los cerros. Para esa ocasión ambos están en un altarcito, adornados
con florecillas del campo o recogidas de sus jardines y como ofrenda velitas
encendidas. Así empezaba la fiesta ancestral del marcado del ganado cuyo día
central es el día 25 de julio, ese día era, en ese entonces, seguramente el más
feliz del año para nosotros los pobladores del barrio de Allpahuasi y todos los
poblados aledaños.
Esa felicidad tenía una melodía que en el día se escuchaba
esporádicamente envolviendo la soledad de los campos, a veces no sabía si
realmente alegraba o entristecía, porque
en las noches, esa música llegaba como hiriendo la oscuridad, haciendo sangrar
alguna llaga en lo más profundo del alma. Esa melodía como el llanto de los
cerros salía del lonqor, y yo no
entendía cómo de una simple caña tan larga, podría salir tanto dolor, pero que
en otros momentos, cuando las familias del barrio cantaban y bailaban, producía
una gran algarabía.
El intenso frío de las mañanas de esa época del año, no era impedimento
para ir a la escuela. Un gran grupo del barrio íbamos caminando tres kilómetros
a la escuela 521 de Pampas. Una tarde, regresando de la escuela por esos
caminitos cercados de maguey en cuyas anchas hojas dejaban mensajes de amor los
enamorados, me encontré con mi amigo Fortunato, a quien conocíamos como Fortucha.
Él, como algunos jóvenes del
barrio, a veces trabajaba ayudando en labores agrícolas a mis padres; era el
mayor del grupo de amigos y había regresado de la selva a donde lo habían
llevado, “enganchado”; así le llamaban a la forma como llevaban peones, jóvenes
o niños a trabajar en la selva central. Los llevaban en camiones, les ofrecían
las mejores comidas en los restaurantes de las carreteras y hasta podían
comprarles ropa nueva; pero cuando llegaban a su destino, les sacaban la cuenta
de todos los gastos, por lo que el pago
por el trabajo que realizaban solo alcanzaba para pagar las atenciones del
viaje y la comida paupérrima que le daban a diario.
En la mayoría de los casos
como en el de Fortucha, viendo la rudeza del trabajo y las inclemencias del
clima, con el pasar del tiempo llegaban a conocer los caminos de retorno y
escapaban, caminando hasta días enteros para llegar a la carretera y tomar un
bus de retorno. En las tardes, cuando nos reuníamos a jugar fútbol, Fortucha
nos contaba historias fabulosas de su estadía en la selva central, sobre
inmensos y torrentosos ríos, los animales salvajes y hermosas nativas de la
etnia Campa que había conocido. Esa tarde, el Fortucha, que regresaba de sus
labores agrícolas, me dijo con inusual entusiasmo:
-
Oy Polucha, mi
cuñadita quiere contigo carajo.
-
¿Cuál cuñadita? Le
pregunté algo sorprendido.
-
Te acuerdas de la
Irmacha, cuando estudiábamos en la escuela de Qarwaturko, de ella pe’ su
hermanita.
-
¿Y cómo sabes? Le
pregunté intrigado.
-
Pa’ qué te voy
mentir, la Susanacha, ella misma me ha dicho, la verdad no me ha dicho de
frente, pero ha preguntado por ti, tu sabes que las chicas nunca preguntan así
no má.
-
Pero yo no me
hablo mucho con ella. Le dije como queriendo desentenderme.
-
Mira, estamos
organizando un grupo para salir al pasiacuy
de la fiesta del Santiago, Daniel va tocar su lonqor, la verdad es que a la Irmacha no le dejan salir sola, tiene
que llevar a su hermanita.
-
Ah eso era, pero
tampoco puedo negar esa chica es muy linda. Le dije.
-
Claro pe’, tu
carajo joven ya y sigues jugando como los niñitos ya tendrás siquiera 15 años.
-
No le dije, tengo
12, pero esa niña es hermosa. Reconocí con un suspiro.
-
La verdá yo estoy
enamorao de la Irmacha, pero te voy consejar, a las chicas les gustan muchachos
que trabajen en la chacra con los piones, que laceen toros y los amansen para
bueyes de arado. Además, los sábados y domingos la Irmacha y la Susancha pasan
cerca de tu casa llevando a pastear sus vacas a su chacra, que te vean
trabajando con los piones, para que vean que ya estás bueno para la Susana.
Esa noche casi no pude dormir pensando en la Susana, ella ya tendría
unos 13 años de edad, era muy bonita, habíamos estudiado en la escuela de
Qarwaturko hacía algunos años. Recordé que una vez en esa escuela, mi compañero
de estudios, a quien le apodaban Kullu
puku; le decían así porque en esa época todavía se utilizaban tazas de
madera que en quechua les llamaban kullu
puku, y a mi compañero lo consideraban así de rústico, fuerte y rudo, por
eso le habían puesto ese apelativo; él
era algo mayor que yo.
Una mañana sin ningún motivo, cuando estaba por sentarme en mi carpeta,
seguramente para presumir de su fortaleza con las chicas, Kullu puku me empujó queriendo pelear y me dijo “Chócala para la
salida”, justamente las chicas de mi aula, entre ellas la Susana, estaban
viéndome y no pude evitarlo, le choqué para la salida. Esa mañana ya no
entendía nada de las clases, estaba pensando en la salida, cómo escapar o que
haya aunque sea un terremoto, para que se olviden, no quería que llegue la hora
de la salida, pero había que enfrentarlo.
Seguramente viéndome ansioso, se acercó a mi carpeta la profesora Delia,
con cariño maternal me tomó de los brazos, con sus manos blancas y pecosas, y
me dijo:
-
Algo te pasa,
cuéntame.
-
Nada señorita, no
me pasa nada. Le contesté, tratando de disimular mi preocupación.
Cuando salimos, nos dejaron avanzar como una cuadra, en un espacio cerca
de las chacras, mis compañeros hicieron un ruedo, allí me defendí a puñetazos,
pero sentí un golpe en la nariz hasta hacerme sangrar. Saltaron mis compañeros
y nos separaron, varias chicas, entre ellas la Susana, me limpiaron la sangre y
me consolaron, pero luego se fueron en grupo con el Kullu puku, dejándome solo.
Yo tomé otro camino y me fui con la
tristeza de la tarde, me lave la cara en la acequia cerca a mi casa, para que
no sospechen que había llorado; pero a pesar de haber perdido esa pelea, a
partir de ese día mis compañeros empezaron a respetarme más, porque cualquiera
no se enfrentaba al Kullu puku. Desde
esa época la Susana para mí era como una estrella tan hermosa pero lejana.
El día sábado, mi mamá se quejaba que había pocos peones para roturar el
terreno de cerca del río que ya estaba regado, eso fue precisamente lo que yo esperaba.
-
Mamá yo puedo
ayudar a los peones a desterronar, es el trabajo más fácil. Le dije.
Además, entre las herramientas teníamos un kurpa waqtaku, que era una herramienta que tenía una base de madera
gruesa y un mango delgado, se utilizaba para desintegrar los terrones que
dejaban el arado de bueyes y era bastante liviano.
Esperé tanto el día domingo para ver pasar a la Susanita y que ella me
vea trabajando con los peones como un varón fuerte. Llegado el día, los peones
llegaron temprano, el arador cargado de pasto verde para alimentar a los
bueyes, les amarró el yugo y enganchó el arado. Mientras los peones estaban
chacchando sus hojas de coca, en la cabecera de la chacra, a la sombra de los
guindos con los pantalones y las mangas de las camisas remangadas, estaba el Wisto
Félix.
Él, quitando la nervadura de una hoja de coca entre los dientes cuyas
comisuras estaban teñidas de verde y negro, y viendo que yo no masticaba coca,
comentó, moviendo la cabeza:
-
Este todavía está
muy chiuchi, manaraqmi (todavía no). Todos sonrieron, pero yo me creía un peón
más, y mi mayor ambición era que la Irmacha y la Susancha me vean trabajando
cuando pasen con su ganado.
Don Fermín que había trabajado en labores agrícolas durante años para
mis padres a manera de consuelo dijo:
-
Yo carajo mey
enganchao para yer a la montaña a los doce años, junto con peones mayores,
acaso me han ganao?
Yo seguía esperando que pasen las chicas especialmente la Susanita que
no me había dejado dormir casi toda la noche. Cuando empezó el trabajo, el
arado de bueyes dejaba la huella del surco y los cuatro peones teníamos una
línea imaginaria que respetábamos para desterronar con nuestros kurpa waqtakos. Al principio yo avanzaba
el trabajo de igual a igual con los peones, pero poco a poco me estaba
retrasando y los trabajadores sin piedad estaban dejando mi parte, mis manos
ardían y dolían pero no pasaban las
chicas que esperaba.
Como a las diez y media de la mañana, los peones guiados por
el sol, pararon de trabajar para descansar el miskipa aku, así era llamado el primer descanso del día. Para mí
fue un alivio porque mis manos me dolían demasiado, cuando vi la palma de mis manos tenía tres ampollas
en cada palma, en ese corto descanso quise dar solución a esas ampollas, cogí
espinos de anku kichka y reventé con cuidado las ampollas, creyendo que
retirando la aguadija me calmaría el
dolor, pero fue peor, mis manos se enfriaron con el descanso, y el dolor no me
permitía tomar el mango de la
herramienta. Allí nomás mi madre me salvó, me llamó y me dijo que la pastora de
los animales no había llegado y que tenía mi fiambre listo para llevarlos a
pastar a los cerros; justo cuando me iba derrotado, aparecieron la Irmacha y la
Susanacha, siguiendo sus vacas, ya ni les miré de vergüenza.
Tomé un palo grande y me fui siguiendo a los animales por el camino
sobre el cementerio, a esos pequeños pastizales que se habían salvado de las
heladas por estar protegidas por los alisos, que crecían en los bordes de la
acequia que bajaba del cerro. Mientras los animales buscaban el poco pasto que
había, yo corría con mi honda de jebe tras las palomas, o a veces de las
perdices que aparecían en las lomas.
Así llevando siempre el ganado a los cerros me enamoré de esos campos,
de esas colinas, de sus caminos, de la lejanía y de la soledad. A veces en esos
cerros, cantaba con todas mis fuerzas sin ninguna vergüenza porque nadie me
oía, gritaba buscando ecos; pero también, en las tardes me llegaba la nostalgia
al ver de lejos el inmenso valle con su serpenteante río Opamayo, como
presintiendo que algún día me alejaría para irme a otros pueblos, a veces sin
motivo me salía lágrimas cuando el sol se moría triste en la tarde
ensombreciendo los cerros y el cementerio con su melancolía solitaria.
Serían las seis de la tarde del día pactado para el pasiakuy, cuando escuché el silbido característico de mi amigo
Fortucha, salí corriendo, algo avergonzado por no haber logrado que las chicas
me vieran trabajando junto con los peones, pero felizmente no tocó nada de ese
tema. Impetuoso me dijo:
-
Nos vemos a las
siete de la noche en la puerta de su tienda de tía Úrsula, allí será reunión.
-
Voy a pedirle
permiso a mis papás para salir, claro yo salgo a jugar y conversar con los
muchachos en las noches, pero cerca de la casa para que cuando me llamen
regrese; pero ahora será diferente, saldremos a lugares alejados. Le dije
preocupado.
-
No se seas sonso,
para salir en la noche no le digas nada a nadies, ándate a adormir y cuando
están descuidados sales nomá.
Salí de mi casa despacio y con mucho miedo, más que por mis padres, por
los caminos oscuros que tenía que pasar. Incluso pasaría solo, en esa oscura
noche, esos lugares donde hacen descansar a los cadáveres cuando los llevan a
enterrar al cementerio, pero la emoción de ver a la Susana, me hizo
increíblemente fuerte, no tuve nada de miedo al momento de pasar esas zonas
donde a veces decían que las almas penaban.
Cuando llegué a la plazoleta, la luz de la lámpara de la tienda de mi
tía Úrsula alumbraba a un grupo de amigos del barrio. El vecino Daniel ya
estaba con su lonqor, ese instrumento
que en las noches sonaba como el lamento de los espíritus de los cerros, como
si estuviera hecho de los huesos gigantes de los gentiles que estaban
enterrados bajo las inmensas rocas en los cerros. El músico estaba emponchado,
con sombrero y chalina, como la mayoría de los muchachos. Algunas chicas
conversaban en un grupo aparte, todas llevaban sus tinyas, esos tamborcitos
dolorosos que acompañan las canciones. Los varones pidieron colaboración para
comprar licor de caña con gaseosa, cigarros y algo de hoja de coca.
Yo estaba algo alejado, pero cuando llegó mi amigo Fortucha, me dijo:
-
Qué haces paraú
ay, entra al grupo, tienes que impresionar a la Susanacha, si por siancaso nos
encontramos en los caminos con algún grupo ajeno que quiere sobrepasarse con
nuestras chicas, tenemos que defenderlas a puño limpio, cuando vienen a joder
los muchachos de la ciudad es fácil porque esos no tienen fuerzas, no alcanzan
ni para un ñeque, pero en otros barrios si hay personas recias a los que
tenemos que enfrentar.
-
Vamos carajo. Le
dije, haciéndome el valiente.
La pandilla partió por esos
caminos solitarios en la noche, bajo la tenue luz de la luna, adelante Daniel
tocando el lonqor, atrás las chicas
con sus tinyas, cantando; más atrás
los varones en columna de dos. Conforme se iba tomando el licor de caña, las
canciones iban sonando más alto y las mujeres que estaban adelante se iban
emparejando con los varones, mi amigo Fortucha tomó a la Irmacha y puso a mi
lado a Susanacha.
Cuando la tomé de la mano, la noche era más hermosa, las
canciones tenían sentido, la música del lonqor,
me envolvía el corazón, hasta podía pasar ese licor amargo con más facilidad.
Qué hermoso era cantar Santiagos con ella, esos caminos cercados de guindos y
maguey, se iluminaban de alegría en esa noche de jolgorio. “He llegado o no he llegado a la casa que he deseado, o me estaré
confundiendo con el polvo del camino…”, “Alfalfita verde flor moradita a ti te
persiguen lindas mariposas, a mí me persigue solo la desgracia…” “Casi, casi yo
me he casado en esta cuadra de los casados, imallapaqraq kasarakuyman kay runa
hina waqallanaypaq...”. Y la tinya
de la Susanacha, de mi Susanita, sonaba en mi corazón, mi corazón ya era una tinya que cantaba con cada mirada de mi
amada; embriagado de su belleza más que del cañazo le dije que la amaba, ella
me miró y me dijo:
-
Todavía no pienso
en tener enamorado, más adelante quizá, debemos conocernos más.
Pero cada vez que en la oscuridad el camino pedregoso nos tastabillaba,
sentía que ella con confianza se tomaba de mis brazos y eso era suficiente
muestra de que luego podíamos llegar a ser enamorados.
En el camino algunas parejas salían del grupo y luego retornaban, ya
eran enamorados y eran mayores. Cuando regresamos pasada la media noche, a la
plazuela donde iniciamos el pasiakuy,
nos despedimos con alegría y una confianza inusitada, luego Fortucha y yo, llevamos
de regreso a las muchachas a su casa. Algunos tramos yo llevaba de la mano a la
Susanita, con un aire de triunfo, hasta que la dejamos en la puerta de su casa.
Esos días no dejaba de pensar en la Susana, tenía encendido de ilusión el
corazón. Una tarde me armé de valor y la esperé cuando regresaba de su escuela,
intentando aparentar que el encuentro fuera casual. Pero antes que yo me
acerque, ella me llamó:
-
Hola Polito, te he
estado buscando, el día 25 en la mañana vamos hacer la fiesta del Santiago en
mi casa, dile al Fotunato para que vayan.
Me dijo con toda naturalidad, mientras que yo
lleno de nervios atiné a decirle:
-
Gracias -pero
aproveché también para preguntarle si podía salir antes para conversar.
-
No puedo mis papás
no me dejan, sospechan que estoy enamorada.
-
De quién. Le dije
-
En la fiesta te
cuento. Me dijo y se fue.
Esa tarde mi corazón se quería salir de mi pecho, llegué corriendo a la
casa de mi amigo Fortucha.
-
Tenemos que ir a
la fiesta del Santiago de la Susana -le dije como rogándole.
-
Si, ya sé -me
dijo- vamos a ratar a su toro más fuerte,
allí vas a demostrar que eres valiente.
-
Yo por la
Susanacha soy capaz de ratar a un
elefante. Le dije bromeando.
El día de la fiesta nos sentamos sobre unos troncos en el patio de la
casa, allí la Irma trajo un plato de cuy chacktado,
para mi amigo Fortucha y luego apareció la Susana con otro plato similar para
mí y me entregó con una sonrisa pícara. Después de la comida sirvieron upito de chicha con achita, luego pasamos al corral donde empezó la ceremonia del
Santiago. Los caporales con mantas multicolores a la espalda armaron la “mesa”
que era una manta extendida en el suelo, en ella unos corrales con ichu y las
hojas de coca en cada espacio, para que los asistentes escojan las mejores
hojas que representaban el ganado.
Un vecino disfrazado de párroco, fomentaba
risas con sus rezos distorsionados, a quien luego de haber “bendecido” la
fiesta lo llevaron a la “cárcel” por sus pecados. Tenían que sacarlo los “abogados”,
sustentando sus alegatos en hojas de eucalipto; al aceptársele el recurso, le
dieron libertad, exigiéndosele que tome
una buena copa de cañazo. Luego sucedió lo que esperábamos, autorizaron que se
tomen de los cuernos al ganado para ponerles la cintas en las orejas.
-
Ya pueden ratar a las vacas y toros.
Los muchachos salieron en tropel a coger a las vacas y toros de los
cuernos. Fortucha corrió detrás del toro que habíamos escogido, lo tomó de la
cola, el toro saltó la cerca y con él Fortucha. Ya en el rastrojo de maíz,
logró llegar corriendo al lomo del toro y luego a sus cuernos, yo que corría
atrás llegué al otro lado del cuerno. Entre los dos lo controlamos, el toro por
momentos corría para zafarse de nosotros, nos llevaba en el aire pero al tocar
suelo lo frenábamos en los surcos con los pies, hasta llegar a una pared. Nunca
he sentido tanta emoción como cuando rataba
a los toros, sentir que se puede dominar a un animal tan fuerte.
Luego llevamos
al toro hasta el corral, allí, mientras le ponían cintas en las orejas a los
otros animales, nos invitaban cada cierto tiempo, casi obligándonos a tomar
alcohol de caña, después se nos acercó la Susana y con una delicadeza casi
acariciándome me embadurnó harina de
maíz molido en todo el rostro y se fue a seguir cantando.
Cuando llegó el turno de ponerle las cintas en la oreja al toro que
estábamos ratando, las cantantes se
acercaron alrededor, la voz de mi amada Susana era distinta, delicada como de
esas torcazas que posaban en las altas ramas secas de los eucaliptos. Nosotros teníamos tomado del cuerno al toro, pero con
una mano tapándole el ojo, para controlarlo mejor, cuidándonos que no levante
la cabeza que podría lastimarnos, pero el licor de caña y las canciones me
embriagaron, más aun viendo a mi amada Susanacha bailar y cantar. La música del
lonqor y la tinya envolvía toda la alegría del campo, y la sonrisa de mi Susana
iluminaba todo el regocijo de mi corazón enamorado, me sentía en las nubes,
como un personaje valiente que podía dominar las fuerzas de un gran animal.
Al término del marcado del ganado, como premio, nos dieron unas huallqas consistentes en frutas y quesos
secos con rosquillas, lo cual lo comimos para que nos pase un poco el efecto
del licor, caminamos abrazados con mi amigo Fortucha, orgullosos, con aires de
triunfo por haber ratado el toro más
brioso.
Terminada la fiesta, nos fuimos bailando y cantando a la ceremonia del
cerrojo, nos buscamos con la Susanacha, sus tibias manos se enredaron a las
mías, y así tomados de la mano fuimos detrás de los caporales y de las personas
mayores que llevaban en una manta la “mesa” de la fiesta a un cuarto oscuro. Allí
cantamos “Hasta huknin wata kunan hina
kama, cerrujuy, cerrujuy…”.
Mientras la tinya
y el lonqor llenaban de música la
habitación oscura, los labios de Susana y los míos se juntaron, en esos besos
que no se olvidan nunca. Mi corazón como una lámpara encendida de amor
iluminaba todo el amor que sentía por mi adorada Susanita. Así empezó ese sentimiento
puro que hasta ahora lo guardo como en una urna en mi alma y cada vez que oigo
la melodía del lonqor, su recuerdo es
una herida, un río sin consuelo que me atormenta. Ahora que estoy lejos, la melodía del lonqor seguirá hiriendo las noches de mi
pueblo, pero no tendrá quien lo derrame en su alma, como yo, suspirando por el
amor de una pampina.
Autor: Leopoldo Pacheco Orellana
Publicación del Blog Saposaqta
Fotografía: Claudia Ugarte